Crónica de un abuso.
Regresé a Mendoza después de muchos años. Por alguna razón decidí ir hasta la casa donde crecí, en la calle Córdoba 166. Al llegar me detuve por un rato a observarla. Una mujer que barría -la que por mucho tiempo fue mi vereda- me miró un tanto incómoda.
—¿Qué hace usted ahí? —preguntó-.
—Viví aquí por muchos años —dije-.
Hablamos un rato, y ofreció dejarme pasar. Acepté y entré. La disposición de la casa había cambiado, pero no así la gran cocina del fondo.
Caminé hacia allí. Permanecí ahí por varios minutos. Me vi sentado sobre la mesa de neolite rosada con dibujos de nubes blancas. Mis piernas colgaban como hamacas. La cortina de tiritas de colores -que separaba la cocina del patio- se movía caprichosamente por el viento. Era verano. Era la hora de la siesta. El calor era insoportable. Si Dios existiera seguro se echaría a dormir como una burra.
Estaba subido sobre la mesa para que mi vieja me atara los cordones. De golpe entró mi vecino. Tenía acceso irrestricto a la casa. Entraba sin llamar, y siempre buscaba la bolsa del pan. Lo recuerdo hablando con la boca llena. Comía con desesperación. Devoraba.
— Juana, ¿lo puedo llevar al pibe a jugar un rato? —le dijo a mi mamá-.
Ella asintió despreocupada.
Fuimos hasta su casa. Pude verme caminando de su mano, con un pantalón corto azul, y una remera blanca con un estampado de “Meteoro” y su Mach-5, mi dibujo animado preferido.
Tenía apenas cinco años. Cinco. Él, creo, salía de su adolescencia.
— Vamos a ver las conservas de mi vieja —dijo-.
Me llevó hasta un galpón apartado y cerró detrás de él una puerta de madera que tenía un candado. Había estanterías abarrotadas de botellas de salsa de tomate, frascos de duraznos en almíbar, berenjenas al escabeche y todo tipo de dulces envasados. Era un lugar enorme, pero se sabe, cuando uno mide casi un metro, tiende a exagerar las dimensiones. Todo me parecía alto, grande, extrañamente oscuro. El techo de chapas amplificaba el calor a niveles que era casi imposible respirar.
Abrió un frasco de cerezas con grapa y comenzó a darme de a una con su mano en mi boca. No se cuantas comí, pero me sentía mareado.
—Vamos a jugar a un juego nuevo —dijo-. Luego comenzó a mirarme fijamente.
Bajó mis pantalones y quitó mi remera. Me sentó en sus rodillas. Recuerdo haber sentido miedo, angustia, ganas de correr, pero estaba ahí, encerrado con un conocido de mi familia en ese galpón asfixiante. Él se tocaba el pene frenéticamente. Transpiraba. Lo demás es como una extraña nebulosa. Luego me llevó a un surtidor y comenzó a limpiarme con un trapo sucio.
La señora que me permitió entrar a mi antiguo hogar, me hizo volver a la realidad.
—¿Se siente bien? —dijo-.
—Claro —dije-. Sólo que me trajo algunos recuerdos.
Le agradecí. Salí. Caminé por la vereda. Cuando pasé frente a la casa de mi vecino, volví a escuchar esa voz que me decía:
—No le digas a nadie a lo que estuvimos jugando.
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Hace apenas cuatro años lo hablé con mi terapeuta. LLevé ese secreto por años, casi la mitad de mi vida. Alguien me dijo alguna vez que si se es abusado tiene tendencia a abusar. Patrañas. Uno tiende a soportar otros abusos, verbales o físicos, con la naturalidad de un pibe de cinco años, hasta que lo comprende. Uno abusa de si mismo de maneras inimaginables, hasta que puede poner en palabras ese hecho. Esto mismo que escribí, mi psicóloga lo enmarcó y colgó en la pared, como un recordatorio de lo profundas que pueden ser las heridas y el tiempo que lleva sanarlas. No soy una víctima, ni un sobreviviente, ni nada que se le parezca, pero en alguna parte de mi ser, aún soy ese niño de cinco años encerrado en un galpón.