Sincronicidad

diciembre 3, 2018

Breve crónica de un movilero suelto en la ciudad

Una vez más volví a despertar de un profundo sueño y con la necesidad imperiosa de escribir. Hace tiempo no me pasaba. Enhorabuena. Son exactamente las cuatro de la mañana y vuelvo a sentir el vértigo que siempre me produjeron las hojas en blanco. Ya no les temo.Es una historia real, y tengo al menos un testigo para corroborarla.Una tarde el móvil del canal para el cual trabajo, estaba dañado. Nos propusieron movilizarnos en taxi. Mi compañero Mariano y yo subimos a varios, pero fue en el último de ellos donde esta historia se plasmó en mi memoria. El taxista que manejaba escuchaba en radio un programa deportivo. A Mariano no le gustan, a mi tampoco, pero fue él quien le dio la orden, porque eso fue, una orden de que cambiara el programa.

— Disculpe señor, puede sacar esa porquería y poner, no sé, un tango, si es algo de Goyeneche mejor—dijo Mariano con voz firme-.El hombre inmediatamente cambió el dial y comenzó a escucharse un tango, un tango de Goyeneche. Los tres nos sorprendimos.

—Esto me está pasando con mucha frecuencia—dijo el chófer-. Se dio vuelta para observarnos y fue ahí donde pude ver que su piel no era de un tono normal,  estaba muy pálido, casi amarillo. Vi como sus manos, que sostenían el volante, eran tan transparentes que podía notar los huesos de sus manos.

—Esto me sucede desde que murió mi esposa, hace un mes—dijo el hombre casi susurrando con una voz rasposa, atravesada por el dolor, como el tango de Goyeneche que estábamos escuchando. Por un momento dejé de oírlos, Mariano siguió con la conversación. Creo que hablaban sobre otras casualidades similares que le venían ocurriendo. Podía escuchar retazos de esa charla mientras me sumergía en la entrevista que debía hacer, era novato en la tarea de ser cronista  en la calle e intentaba pensar en las preguntas que debía hacer cuando realizara el reportaje.

Luego comenzó a hablar de la muerte de su mujer. Decía algo sobre haber estado casado por más de cuarenta años. Salí rápidamente de mis pensamientos y volví a prestar atención a aquella conversación.

—Ella estuvo un tiempo internada, hasta que un día me llamaron del hospital para avisarme que había fallecido—dijo el taxista-. Eran casi las seis de la mañana. Con mi hijo nos apresuramos a llegar. La vi en su cama, inerte. Le acaricie la cara y sentí que estaba muy fría, demasiado helada. Le dije a mi hijo que su madre  se había ido varias horas antes de que nos avisaran. Fui a casa a buscar sus documentos, cuando entré vi que el reloj del living se había detenido a las tres y dieciséis de la madrugada. Fui a la habitación que compartíamos, abrí el cajón de la mesa de luz, observé el reloj despertador y las manecillas estaban detenidas a la misma hora, tres y dieciséis. Llegamos a a nuestro destino y bajamos.

Su historia me quedó grabada hasta hoy que la estoy escribiendo. Quizás quería impresionarnos con una típica historia exagerada de taxista. No tengo manera de refutar lo que nos contó. Quizás aquella mujer pasó por su casa a despedirse a la hora en que los relojes se detuvieron, tal vez pasó a darle un último beso a aquel hombre que seguía manejando ese taxi para no llegar a su casa y sentir la profunda soledad que provocan las pérdidas.