La Máquina (Parte 2)

agosto 15, 2011

Agnelli caminó bajo una torrencial lluvia, en su saco llevaba el arma y la libreta, cada vez que pensaba en ello se mordía el labio con más fuerza, hasta que sangró. Estaba dispuesto a todo, la ambición lo cegaba y la envidia no lo dejaba pensar con claridad. Era un león tras su venado, sólo lo movía su instinto, no había una pizca de razón en lo que estaba por hacer. Su labio sangrando, su cara mojada y sus ojos inyectados lo hacían parecer más al Dr. Jekill que a Mr. Hide. Se detuvo en la esquina del taller y se dispuso a esperar. Encendió un cigarrillo, pero una gota inoportuna lo apagó. Lo arrojó con furia al suelo.

Andrés arrimó un balde a una gotera que se filtraba por el techo, el prototipo de «la maquina» estaba casi listo. Usaría una grúa y modificaría la pluma para que girara de izquierda a derecha en vez de arriba hacia abajo, la altura se regularía con un sistema hidraúlico y una lámina de hierro perpendicular haría de alisadora. Según sus cálculos «La Maquina» podía hacer el trabajo de 10 hombres en menos de una hora, y sólo necesitaba a alguien diestro para manejarla, había pensado en el ruso Kolinsky. Apagó la luz y se fue a dormir.

El amanecer encontró a Agnelli en la misma esquina, se había quedado dormido parado como los caballos. Amália preparaba el desayuno y al mirar por la ventana vió a ese hombre allí en el mismo lugar que lo había visto la noche anterior mientras lavaba los platos, le pareció extraño.

– Andrés, ese que esta ahí en la esquina ¿no es Agnelli?

– ¿Donde Amália? a ver, y se asomó por la pequeña ventana

– Si creo que es él ¿que hace ahí? ¿estará esperando el camión?, sabe que hoy no le toca, ¿estas segura que lo viste anoche?

– Si, si cuando empezó la tormenta me pareció ver un hombre, pero no podía verlo bien.

– ya vengo, voy a ver que quiere.

Camino despacio, como siempre lo hacía y le tocó el hombro. Agnelli dio un salto y su cara soñolienta se fue transformando poco a poco hasta parecerse al Agnelli que esperaba bajo la lluvia.

– Tano, ¿que estás haciendo acá? hoy no te toca el camión, es martes.

Agnelli lo miró con odio y le arrojó la libreta en la cara. Cuando Andrés se agachó a recogerla sonó el primer estruendo seco, sintió un golpe fuerte y un dolor intenso como si lo quemaran con un tizón ardiente. Cayó de rodillas, se tomó el brazo y lo miró a los ojos

– ¿que mierda hiciste?

– Lo que tendría que haber hecho hace rato

Y volvió a escuchar ese ruido y un golpe en la cabeza lo tiró de espaldas. No se movía y la sangre comenzó a salir despacio, apenas unas gotas manchaban la vereda.

Agnelli guardó el arma. Metió la mano en el bolsillo derecho de Andrés y sacó las llaves. Escuchó los gritos de Amália y corrió hacia el camión. Manejó unos pocos kilómetros hasta el dique Cipolleti, mil cosas cruzaron por su cabeza, por primera vez se sintió humano y en su cabeza sólo retumbaba un ¿que hice?. Cuando llegó al vertedero de la represa giró bruscamente el camión y este dio varios tumbos hacia abajo, se detuvo justo en la orilla del pequeño lago que formaba el dique, sin pensarlo abrió la puerta y se arrojó. Flotó como una hoja seca hacia el embudo que formaba un remolino y que distribuía el agua hacia los canales de riego. Los testigos dijeron que giró unas cuantas veces antes de desaparecer en el gran embudo. Hallaron su cuerpo días después atascado en un desague.

-¿Abuelo que es esa bolita que tenés en el brazo? pregunté.

– Una bala

– ¿De la guerra?

– Si querido de la guerra.

– ¿ Y te dolió? ¿porqué no te la sacaron?

– Dolió un poco, y no la sacaron porque esta justito cerca de la vena ¿ves? y no podían sacarla así que la dejaron.

La otra bala sólo le rozó la cabeza y por instinto de alguien que había atravezado una guerra, se quedó inmóvil para que el pobre tano pensara que lo había matado.

La máquina se llamó «enlucidora de túneles» se patentó en 1941. Fue ascendido a capataz y la Siemens Baunión se quedó con los derechos de la patente, a cambio de una casa. La de Chacras de Coria. Siempre que iba al cementerio se detenía en la tumba de Franco Agnelli y le dejaba una flor, el viejo sabía de los estragos que puede hacer la codicia y la soledad. No había rencores.